sábado, 29 de noviembre de 2014

Ciencia y dogmatismo

"El mundo no se divide entre crédulos e incrédulos, sino entre fanáticos y gente sensata", escribió en una de sus columnas el profesor Juan Esteban Constaín. Más adelante, en ese mismo artículo, afirma: “Mi clase, en sus modestas proporciones, es para eso, para vacunar a los muchachos contra el terrible dogmatismo de la ciencia…"

Una columna de Klaus Ziegler

Constaín no es el primero en asimilar el conocimiento científico a una ideología dogmática. La moda viene de tiempo atrás: hace décadas, Paul Feyerabend, en cabeza del movimiento posestructuralista, reclamaba libertad para incluir dentro del currículo universitario el estudio de la magia y la astrología, pues, según él, “las similitudes entre ciencia y mito son asombrosas”. En su tratado, “Contra el método”, Feyerabend va incluso más lejos, cuando propone separar ciencia y Estado: “Mientras los padres de un niño pueden escoger entre educarlo en el protestantismo, en la fe judía, o suprimir toda instrucción religiosa, no gozan de la misma libertad en el caso de las ciencias, pues resulta obligatorio aprender física, astronomía e historia”.

Si entendemos por una ideología dogmática cualquier conjunto de creencias o principios que no encuentran sustento en la lógica o en evidencia empírica, y cuya veracidad no admite objeciones, entonces es obvio que religión y ciencia se sitúan en extremos opuestos del espectro. El ánimo de la ciencia es producir teorías empíricamente adecuadas, y poco tiene que ver con la defensa de “verdades absolutas”, como se repite sin fundamento. De hecho, en sentido estricto, nunca se puede hablar de teoría “ciertas”; a lo sumo es posible afirmar que hasta la fecha no se ha observado algún hecho empírico que las refute.

Un asunto diferente podría ser la innegable prevalencia de una actitud dogmática en la enseñanza de la ciencia. Pero es obvio que este es un problema de la educación, no del método, de ahí que cualquier comparación con el adoctrinamiento religioso, no solo es improcedente, sino engañosa. Hay que reconocer, sin embargo, que la práctica de la ciencia no está exenta de posiciones dogmáticas y fanatismos. Para mencionar un ejemplo, el astrónomo norteamericano Percival Lowell defendió durante toda su vida la existencia de canales en la superficie marciana, construidos, según él, por una civilización avanzada, para llevar agua a sus ciudades desde los casquetes polares, a pesar de que nadie jamás, excepto el mismo Lowell, pudo observarlos. Y si se trata de fanatismo al mejor estilo de los inquisidores católicos, la historia de la ciencia cuenta con figuras como Trofim Lysenko, responsable del encarcelamiento y muerte de decenas de científicos soviéticos acusados de propagar las “dañinas ideas de la genética”, contrarias a sus doctrinas sobre la vernalización e hibridación de semillas.

Pero que existan científicos dogmáticos no implica en absoluto que este conjunto de conocimientos y metodologías pueda siquiera compararse con una ideología, en el sentido peyorativo del término. De ahí que lo realmente asombroso sea el dogmatismo de Feyerabend cuando compara ciencia con mitología, sin molestarse por mostrar un solo mito que haya desaparecido porque los experimentos lo refutaran, o que se haya modificado para ajustarse a nueva evidencia. Pensar, por ejemplo, que un teorema como la infinitud de los números primos pueda representar un dogma comparable a la resurrección de Cristo, es una idea que raya en lo ridículo, y no recibiría la menor atención si no fuera por la fascinación que despierta todo ese anarquismo epistemológico, una postura filosófica tan ingenua como pretenciosa, con ínfulas de gran profundidad, pero que se refuta a sí misma o colapsa en la vacuidad, como muestra el filósofo Thomas Nagel en su magnífico ensayo, “The Last Word”.

A manera de ejercicio lógico, asumamos por un momento la propuesta posmoderna y exijamos que la tradición racionalista dé un paso al costado para situarse en pie de igualdad con otras formas de conocimiento. Las implicaciones sociales y éticas serían enormes. En primer lugar, habría que comenzar por desmontar todo el sistema educativo, y sustituirlo por otro en el cual la enseñanza tradicional de las ciencias naturales podría suprimirse en su totalidad, o cambiarse por el estudio de los mitos o de las llamadas seudociencias. Asignaturas como astronomía o física podrían reemplazarse a discreción de los educadores por cátedras en astrología o en mitología, en las cuales se les haría entender a los jóvenes que afirmaciones como “la Tierra gira alrededor del Sol”, o “la Tierra es una esfera hueca que contiene el Sol, los planetas y las estrellas fijas”, son narraciones semejantes (no es sarcasmo, el ejemplo se debe al mismo Feyerabend).

No sé si para deleite de algunos intelectuales, ya se aprecian logros significativos en esa dirección: reclamando el derecho a impartir su propia cosmovisión, la derecha cristiana fundamentalista se anotó un gran triunfo cuando logró por fin que el Consejo de Educación de Kansas aprobara la enseñanza de la teoría del “diseño inteligente”, un reencauche de la vieja tesis del creacionismo bíblico con la cual se pretende hacerle contrapeso al “dogma” de la teoría de la evolución.

Un verdadero pluralismo exigiría que en asuntos trascendentales como la eutanasia o el aborto debamos acoger el concepto de personajes como Ordoñez y otros cavernarios iluminados, cuando juran que un amigo suyo que habita en otro mundo impregna el óvulo, en el preciso momento de la fecundación, con un ente intangible llamado “alma”. De ahí que quienes interfieran con ese acto divino deban purgar cárcel en este mundo, y luego arder por los siglos de los siglos en una sucursal del Santo Oficio, en el más allá, reservada para pecadores, infieles y otros infames.

Así mismo, si somos sinceros en practicar un verdadero pluralismo epistémico, no podríamos afirmar: “la Tierra tiene más de 4000 millones de años de antigüedad”. En su lugar habría que decir: dentro de las mitologías de Occidente, una narra que nuestro planeta tiene miles de millones de años. La leyenda se deriva del mito del registro geológico y otras fábulas sobre la vida media de ciertos elementos radioactivos. Y por supuesto, tendríamos que advertir sobre la posibilidad alternativa de datar la antigüedad del mundo cotejando fechas bíblicas. No olvidemos que el registro más preciso en esta dirección se lo debemos al arzobispo James Ussher, quien fijó la fecha de la creación: la noche del sábado 22 de octubre del año 4004 a.C.

Y en lo que se refiere a otra leyenda que circula por ahí, sobre homínidos que caminaron por las llanuras africanas hace cientos de miles de años, también habría que presentarla en contraposición a los minuciosos cálculos que aparecen en los “Annales veteris testamenti, a prima mundi origine deducti”, donde Ussher muestra que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, el lunes 10 de noviembre del 4004 a. C.

En una entrevista para la BBC, quien fuera en ese momento el astrónomo oficial del Vaticano, y en alusión a las verdades reveladas, expresó: “Este libro (apoyando su mano sobre la Biblia) tiene más de cinco mil años de antigüedad y aún sigue vigente. En cambio este otro (señalando un popular texto sobre la teoría de la relatividad) se escribió hace tres décadas y ya es obsoleto”. Sin duda, ¡la diferencia más notable entre ciencia y religión!

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